lunes, 26 de noviembre de 2012

FABULILLA DE LA VIEJA ENCINA


                                     

            La bicentenaria y  frondosa encina,   nació apenas brizna a la vera  de un camino realengo   serpeante por la ladera de la montaña hasta trasponer por su cima hacia otro término municipal.

            Su umbrosa copa fue siempre alivio de cansados caminantes y lugar de sesteo  para piaras de ganados. Sus dulces y crujientes frutos (bellotas)  mitigaron  siempre el hambre de toda una vegetariana fauna  autóctona y, otrora,  del hombre.  

            Con esa disposición propia  de árbol probo,  vivió  siempre la enorme encina,  lo que le hizo acreedora  a que el camino a cuya vera vivía, fuera, y es aún, llamado  por los agradecidos transeúntes de todo oficio,  “El camino de la encina

            Durante esos dos siglos, la ladera fue acosada infinidad de veces  por invernales y furiosas ventiscas  y huracanados temporales, que  desfoliaron y arrancaron de cuajo al noble árbol importantes ramas; formidables nevadas le helaron  sus flores, promesas de cosechas de  bellotas; desfasadas lluvias, seguida de sol picante, quemaron su tierna  trama que serían flores  y que, después, romperían en  nutrientes frutos.

            Pero..., un día, la envidiosa, parasitaria  y aviesa yedra que no ahinca sus raíces en tierra para sorber  su alimento, sino que hiende  en lo troncos y ramas de los árboles  sus pequeñísimas  agarraderas de trepa y   succiona con ellas la sabia que desde tierra sube y baja  por  los vasos leñosos y liberianos de los árboles nobles, hicieron presa en la encina de la ladera. El resultado fue que la epifita  parásita lució  su lujuriante porte y  hojas  lustradas de un verdor insultante a costa de la salud de la paciente encina, a la que  tupió  totalmente con su estéril follaje,  hasta conseguir  su total ruina vegetal. Así dejó de ser la honrada y generosa bellotera    alivio de  transeúntes, e incluso, la aleve hiedra le anuló, que eso buscan  todos los (as)  trepas con quien son mejores que ellos,  su personalidad socio-vegetal.

             Las consecuencias  fueron   fatales: La trepa, como todo ladrón, tiene sus confidentes: Cobijó en su espesa fronda   miriadas   de larvas, insectos, termitas, pulgones, orugas, etc. que, paralelamente, se incrustaron  en el  interior del tronco y ramas gruesas del  viejo árbol, de cuyas entrañas hicieron, inmisericorde, su pastura. Unos y otros lograron  debilitar desde su base al ya inerme árbol.

            Y, a aquel árbol, que había sabido afrontar brava e indemne  toda clase de avatares climatológicos y, rehacerse de las heridas sufridas con la llegada de  la primavera, le bastó ya que un leve céfiro topara sobre el enorme y tupido velamen de yedra que lo envolvía, para dar  con todo su porte  en  tierra por la acción innoble y furtiva de unos viscosos bichejos que le royeron  el corazón.

            Pero, como le sucede a todo parásito vegetal (la cizaña y el avenate de los trigales, los jopos de las habas y otras leguminosas, los bledos de los maizales, etc), al ser segado por el labrador o, como abatimiento de sus soportes, tal la hiedra con la encina, indefectiblemente ellos también son abatidos; y lo que es peor, mientras de las ramas del árbol, después de muerto su madera sigue dando servicios alimentando lares, como cabezales de arados, limones y ubios de carretas, y los cereales segados dan trigo del que se hacen hogazas en las tahonas o, tal las habas, son convertidas en carne en el cebo de animales, los parásitos trepas  mueren vilmente, quizás sin penas,  pero siempre sin gloria cuando no con oprobio.

            Moraleja.- En el correlato humano de esta parábola, el hombre cabal, al que ni una guerra civil, ni ruinas provocadas por robos perpetrados por ladrones de pacotillas que al efecto sorprenden  la confianza depositada en ellos, lograron abatir el espíritu y la propia estima de hombre bien nacido y, ellos, siguieron siendo para siempre, eso: meros ladrones de pacotilla.