sábado, 28 de octubre de 2017

UNO DE LOS 50 RELATOS QUE SUSTANCIAN MI ÚLTIMO LIBRO "ECOS DE LA "ALHÓNDIDA"

                         

          HUIDA AL  CORTIJO “EL CONVENTO”

Describo en este relato episodios concretos que vi y viví durante  la guerra  de 1.936, en la que tanto sufrió también  la población civil de uno y otro bando en liza. Otros, que también  recuerdo con claridad meridiana, trato de embozarlos bajo el manto del olvido. Y ahora, a lo que voy: La gente del campo resultamos lacerados somática y síquicamente   de manera involuntaria pero brutal y a veces pérfida (así son las guerras ideológicas civiles), tanto los de un bando como los del otro, repito,  y, de manera especial, los niños; los “niños de la guerra”. Fui uno de ellos:    

Mi madre paría aquel mes de octubre de 1.936 su tercer hijo  en el Hospital Civil de Málaga asustada por las múltiples, cercanas y estruendosas explosiones de las bombas que los aviones  nacionales  dejaban caer  sobre la  Málaga roja. Su cama trepidaba en cada estallido. Mi madre, lo supimos después, lloraba  para adentro porque estaba prohibido  expresar la pena  en aquellos tiempos de desintegrismo, odios y   metralla.     
   
 Al bondadoso,  sabio y famoso   doctor, Don José Gálvez Ginachero, que asistía a mi madre, le extrañó el silencioso llanto de ella  que,  sin nublarle la alegría de ver sobre sus pechos al nuevo  hijo,  dejaba traslucir una profunda congoja. Cuando,  con la dulzura que le caracterizaba, el citado médico le preguntó a su paciente si le preocupaba o temía algo además de las bombas, ella se desahogó ante aquel santo con palabras de este tenor:

  “Don José, temo mucho por el destino de este hijo y de otros dos que están con mis padres y hermanos en un cortijo llamado, “El Convento”,  cercano a  Alhaurín  de la Torre; me encuentro ahora  con tres hijos, no tengo nada porque  no sé si aparte de madre soy viuda; no sé si mi  marido vive o ha muerto en el otro lado del frente a donde dicen que  se pasó al escapar en este lado  de la muerte: Cuando el 20 de agosto pasado le daban el “paseo” once milicianos en dos coches,  para al final matarlo una cuñada mía con mis otros dos hijos bajo el brazo, de rodillas  rezábamos ante  un cuadro de la Virgen de Los Remedios, pidiéndole  desde la tierra al cielo, que a mi marido no lo mataran;  Ella  nos escuchó y dio arrestos a ni esposo en esos instantes (¡ fíjese usted qué milagro!)para saltar del coche y escapar campo a través mientras le perseguían  con saña once bocas de fuego; así casi una legua hasta que, según se supo,  se internó  en  la abrupta y extensa  sierra cercana a los hechos;  y ya no he vuelto a saber más de él y, ¿cómo vivo yo y voy a criar  sola a mis hijos. Hasta mi suegro, padre de 12 hijos que vivía de echar medianerías en tierras de señoritos para darles trabajo a su prole, y que vivía con nosotros en Cártama, me lo acaban de matar, torturado a palos en Sierra Gorda cerca de Coín, según me he enterado por una visita.
Soy muy desgraciada… ¿ahora quien  me va ayudar a criar a mis hijos,  caso de que  a mí no me maten también; que va ser de ellos…? Sí, doctor, tengo mucha pena y mucho miedo.

Le embargaba en esos dramáticos momentos un  sentimiento trágico y asfixiante zozobra por su futuro de vida;  como también,  a  miles de seres inocentes más de uno y otro bando de aquella innecesaria y loca  guerra que, como todas,  nunca arreglan nada, sino que sólo producen muerte, hambre, miseria y dolor punzante de ausencias eternas, que lleva aparejado  infinitas rastras de odios, como vemos hasta en las miradas.

El   doctor Gálvez le puso entre las manos un rosario para que no lo rezara con los dedos (¡en aquellos momentos de persecución religiosa  tener un rosario y rezarlo demandaba valor, o desesperación ciertamente…!)  y,  también disimuladamente, jugándose la vida, don José Galvez  le regaló una estampa de la Virgen de los Remedios de Cártama de la que  era devoto.
Mientras tanto, en el cortijo, El Convento, sus otros dos hijos nos  habíamos  refugiado aquella mañana de bombardeos con nuestros abuelos y tíos en  la cercana   alcantarilla bajo la vía férrea que daba salida a las aguas  sobrantes  de las albercas de riego de la huerta del abuelo; desde allí  oíamos  el rugir de los motores de los “aparatos” en sus cabriolas en el cielo y veíamos como, entre ellos,  aparecían  vellones de humo de los cañonazos que les tiraban las piezas artilleras  desde tierra.
Algunos de estos aviones, tras soltar una tanda de bombas  maniobraban sobre el mar y, otros, venían a hacerlo tierra adentro hasta donde nos escondíamos la familia en aquellos momentos de peligro.   Preocupación y zozobra por doquier, especialmente por mi madre parturienta en el hospital en cuyas cercanías explotaban las bombas. Nunca olvidé, ni olvido,  una anécdota de la que una tía mía, Pepita,  y yo, fuimos protagonistas en esos momentos:
Dejado  llevar de mi curiosidad infantil, quise ver volar tan bajito a uno de aquellos “aparatos” de doble alas que daban la vuelta hacia el objetivo a castigar sobre nuestras cabezas  y, sin pensarlo, me salí del escondrijo a verlo; incluso le llamé  la  atención moviendo  mis brazos ya que  veía claramente la cabeza del piloto quien, a su vez, vio como mí  tía, asustada, tiraba de mi hacia la alcantarilla; nos percatarnos de  que el piloto  sacando una mano enguatada, nos lanzó  algo y cuando pasó todo, fuimos a ver que era; resultó ser unas onzas de chocolate que probablemente él llevaba para su consumo como “rancho” en frío incluso dentro del aeroplano.
 Retrocediendo en el recuerdo, mi madre, al escapar mi padre durante el “paseo”, fue advertida por  gente del Comité  “frente populista” local de que, si mi padre no se entregaba, ella “respondía” por él, “advertencia” que le hicieron en mi presencia y en la de tía Cayetana, hermana soltera de mi padre que vivía con nosotros para cuidar a mi abuelo, Frasquito Talento, ya muy enfermo.
 Sabido esto por mi abuelo materno, Antonio “Canito”, habló con el comité de Alhaurín de la Torre en donde mi madre estaba empadronada porque allí nació y vivió hasta su casamiento. Los del Comité de Alhaurinejo invocaron esta circunstancia a los de Cártama para conseguir que  dejaran que mi abuelo se llevara a su hija, mi madre y así fue, pero, en su lugar, me retuvieron a mí y a mi hermana (cinco y tres años respectivamente), como  garantía y señuelo para que mi padre se entregara.
A las dos noches de ausentada mi madre, de madrugada (cinco de la mañana) nos despierta a mi hermana y a mí mi tía Cayetana y dos amigas (Rosalía y Remedios “Coquina”), de sabida afinidad  socialista, llevándose el dedo a los labios con aparatoso gesto para que mi hermana y yo guardáramos silencio. La tapia que desde nuestro corral trasero  daba al de Juan La Tota (amigo de mi familia  porque era manigero en la Alhóndiga donde trabajó junto con mi padre), tenía apenas metro y medio de alto por el lado de nuestra casa, pero por el de  Juan debería tener  un mínimo  de cinco debido al desnivel en ladera del casco urbano de Cártama; entonces Rosalía y Remedios nos metieron en sendas espuertas esterqueras de esparto y con sogas lazos fuimos descolgados mi hermana y yo al corral de , Juan de la Tota, en donde nos aguardaba  el padre de Rosalía y Remedios (vecino de Juan), con su  burra preparada con cerón, como todas las mañanas cuando salía para el tajo en la labor  de mi abuelo Talento con quien llevaba una vida trabajando.
 Un en cujón del cerón metió a mi hermana y, en el otro, a mí tras habernos hecho tomar sendas tazas de tila, y, a cada momento, Pepe Coquina, que montaba la burra nos advertía  guardáramos silencios aunque fuéramos incómodos y, los esparto del cerón nos molestara: “Aguantad un poco, ya mismo vais a ver a vuestra madre y a un hermanito nuevo
         Escondido bajo un algarrobo con un caballo cerca del cortijo Barceló a la salida de Royo Hondo de la sierra, nos esperaba mi tío Eduardo, hermano de mi padre, que de inmediato nos sube con él en el caballo y Arroyo Hondo arriba nos caminamos a través del sistema serrano para el Cortijo el Convento y donde  nos esperaba mi madre ya con su nuevo hijo. U allí llegamos apuntando el sol tras más de dos horas de camino a escondidas. Figúrense la escena del recibimiento por parte de mi madre,
 abuelos y tías. Yo, al vivir nuevamente en el campo, encontré la paz. Eso, ya digo,  fue en octubre de 1.936 hasta que un amanecer de febrero de 1.937, una de las ocho titas con las que mi hermana y yo dormíamos en cámara con suelo de tablas, me digo: “Ve al cuarto de tu madre (la puerta era con la cámara entablada era una simple cortina de tela con ramos) y llevale el chupete del niño…”  ¡¡Oh sorpresa, acostado con mi madre, estaba mi padre que al ser tomada Cártama por los nacionales salió de su escondijo!! Allí descansando en paz y pensando en el futuro estuvo varios días sin que yo, nuevamente, me despegara de su lado en donde estuve, hasta su muerte natural en 1.936; pero esta es otra historia.
Ya  en el comedio de la década de los cuarenta, acompañé a mi madre a recibir durante una pequeña temporada las aguas medicinales de Carratraca; allí nos encontramos que en el mismo humilde hotelito, se hospedaba también, solo,  el bueno de don José Gálvez Ginachero. Mi madre lo abrazó y le enseñó la estampa que él le regalara y que siempre llevaba en un cubre relicario en su pecho. Emotiva escena. Desde aquel día a la hora del almuerzo y de la  cena el venerable sabio  nos honraba compartiendo mesa con nosotros.
 Sistemáticamente, tras el almuerzo me cogía del brazo y me hacía acompañarle a departir con el cabrero que tenía puesto el redil de sus cabras bajo un enorme y tupido castaño, en donde el ganado sesteaba en aquella  caliginosa hora. ¡Cómo le gustaba a don José (hombre de ciencia médica) las explicaciones que sobre hierbas medicinales  (zahareña, hierba del sillero, poleos, manzanilla, hinojos, etc), le daba el cabrero.
Un día, en el salón  del hotelito alguien le dijo: “Don José se pierde usted todos los días para irse con el niño y el cabrero las interesantes tertulias que en las sobremesa organizamos…” Don José, no lo olvido, le contestó dulcemente: “No, mi buen amigo, no esté en ello: No me pierdo nada porque de lo que aquí se habla, más o menos lo sé yo; lo que ignoraba, y es muy interesante como todas las cosas del campo, es lo que aprendo del cabrero…