lunes, 24 de octubre de 2016

AÚN EN EL CORTIJO DE LA RIBERA

                  Ante las falacias y distorsiones unilaterales y excluyentes con que en virtud de la nefasta y nefanda Memoria Histórica se quiere reescribir la historia reciente, yo inicio un nuevo libro a mis 85 años con la esperanza de que Dios me de tiempo para terminarlo. Se intitula, "MI PEQUEÑA Y CIERTA MEMORIA HISTÓRICA" Este título es susceptible de modificación a tenor de lo que sobre él opinen  mis amigos y tertulianos que mevienen animando a escribirlo. A continuación inserto un trozo de uno de sus capítulos. Los que han de decir, dirán, probablemente en tertulia comida que (D.M) solemos tener en el restaurante de Sierra Gorda.

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                      Escribo  este episodio el día 22 de octubre, sábado, de 2.016, a propósito de los recuerdos que me suscita que hoy o mañana (cito de memoria), cumple 80 años el tercer hijo de mis padres, Antonio, de los seis que tuvieron. Aquel  día autumnal,  en el que mi madre daba a luz a este nuevo hijo  en el Hospital Civil de Málaga, temblaba la camilla paritoria con cada una de las secas explosiones de las bombas que los nacionales dejaban caer  contra  Málaga desde sus aviones, no lejos de dicho sanatorio.
                 Al bondadoso doctor le extrañó el sereno llanto de mi madre que tenía mezcla de alegría pero, dejaba traslucir gran pesar. Cuando él con la dulzura que le caracterizaba le preguntó si le preocupaba o temía algo, recibió esta respuesta:  “Don José temo mucho por el destino de este hijo y de otros dos que están con mi padre y hermanos en un cortijo de Alhaurinejo (El Convento), porque me encuentro con tres hijos, no tengo nada y no se si mi  marido vive o está muerto en el otro lado del frente a donde dicen que  se ha pasado; cuando el 20 de agosto le daban el “paseo” once milicianos en dos coches  para al final matarlo, se escapó de uno de los coches y corriendo, perseguido a tiros durante una legua, se internó hacia  la sierra Almotaje  y ya no he vuelto a saber más de él: y, cómo vivo y crío yo a mis hijos…”
Era el sentimiento trágico y angustiado de la vida  de miles de seres de uno y otro bando, que  a aquella buena madre y esposa no le era ajeno.
El santo y eximio doctor, D. José Gálvez Ginachero, que como dije la parteaba, le puso entre las manos un rosario que mi madre había pedido (¡en aquellos momentos de persecución religiosa)  y, graciosamente, él también le regaló, ¡oh Dios!, una estampa de la Virgen de los Remedios de Cártama de la que era devoto.
Mientras tanto, en el cortijo, El Convento, sus dos hijos habíamos a refugiado con nuestro abuelos y tío debajo de la cercana a la casa  alcantarilla de paso de aguas de la vía del tren suburbano y, desde allí, oíamos el rugir de los motores de los “aparatos” en sus cabriolas y veíamos como entre ellos  aparecían  vellones de humo de los cañonazos que les tiraban desde tierra. Algunos vinieron a dar la vuelta sobre nuestras cabezas tras vaciar su carga. Preocupación y zozobra por doquier.

Luego explicaré como se escapó mi madre y después, mi hermana y yo de la vigilancia del “comité que nos tenían por rehenes mientras “Frasquito”  (mi padre) no se entregara.

Ya a en el comedio de la década de los cuarenta, acompañé a mi madre a recibir durante una pequeña temporada las aguas de Carratraca; allí nos encontramos que en el mismo humilde hotelito se hospedaba también, solo,  el bueno de don José Gálvez. Mi madre lo abrazó y le enseñó la estampa que siempre llevaba en un cubre relicario en su pecho. Emotiva escena. Desde aquel día a la hora de almuerzo y cena el venerable sabio  nos honraba compartiendo mesa con nosotros. Sistemáticamente, tras el almuerzo me cogía del brazo y me hacía acompañarle a departir con el cabrero que tenía puesto el redil de sus cabras bajo un enorme y tupido castaño en donde el ganado sesteaba a aquella  caliginosa hora.

 Dado lo convulso del contexto sociopolítico  que necesariamente  describo, este libro puede que no guste a ninguno de los sectarios fundamentalistas, fanáticos aún de alguno de  los bandos que, a lo bestia,  se enfrenaron en cainita y estúpida guerra, de la que alcancé a ser testigo directo y sufriente.

                 En efecto, yo, el mayor de mis hermanos,  alcancé a vivir --lo recuerdo en todo detalle y objetividad de contexto dada la intensidad de las dramáticas vivencias que se gravaron indeleblemente  en el venaje de mi ser-- el aciago devenir de aquella fratricida guerra de 1.936 que, tan duramente, afectó a mis padres y a los dos hijos ya nacidos. Cinco años tenía yo  (“niño de la guerra”), y aún menos  mí única hermanilla…….                                                             ***