jueves, 23 de junio de 2016

LA MUERTE DEL PERRO RABIOSO

              

           Un alboroto de lastimeros aullidos contrapunteó el casto  silencio de la noche estrellada.  Se despertó un clamoroso sonar  de caracolas. El boyero, que dormitaba haciendo hora  para  pasturar el ganado en la pesebrera, se alarmó, libró el balate de la era contigua y nos despertó a los mozos y labriegos  mayores que dormíamos  sobre la paja de la parva.  “¡Lenvataos, algo pasa...!:   ladrones,  o   el perro con rabia...”

           Sonó un tiro de escopeta cabe las baldas  de la Alhóndiga. Callaron los perros y enmudecieron las caracolas centinelas. Los gallos iniciaron su plática de  encrespados kikirikis  desde los tapiales de los cortijos de la ribera.


           Aquella mañana, los madrugadores labriegos  se toparon con el enorme perro muerto bajo la  higuera del borde del camino cabe el atraque de la  mimbre. Sus rasgos eran ya de paz infinita; no mostraban  el enorme martirio que en vida sufren  los perros hidrófobos. Sólo la muerte era entonces la solución  para suprimir el horrendo sufrimiento de esta enfermedad. Cruel paradoja de la vida y la muerte.