lunes, 23 de mayo de 2016

“CASTAÑA”, EL NIÑO Y GONZÁLEZ MARÍN (A Juanma López)



                                                               A mis nietos Pablo y Lucía

                                                                  ***
             Como un cuento inocente, seguramente irrelevante para los parámetros con que hoy se mide la entidad humana y la sensibilidad de las cosas, pero que forma parte de mi relación de amistad con el poeta de poetas, Pepe González Marín, cuyos versos los rimaba con la métrica y el ritmo del diario vivir, y por eso, lo uso como patrón oro  para valorar la grandeza de alma del amigo efusivo. Porque tratar, como suele hacerse,  de descubrir y ofrecer el jardín espiritual de un ser humano solo con adjetivos más o menos rimbombantes, descripciones forzadas desprovistas  de mínimas concreciones, nos podría llevar, tal dijo Horacio  “...a pintar un delfín en la selva y un jabalí en el mar...”.

 Los detalles mínimos son los definitorios de un carácter y una condición humana; y yo, que traté y fui  amigo del artista paisano, puedo, y debo, aportar esos menudos detalles que dibujan su cabal perfil y sensibilidad humana siempre rebosante de poesía.

            La historia alada e ingenua como un sueño, empieza en el cortijo en donde nací y pasé mi primera niñez,  La Alhóndiga, sita a no más de un kilómetro de Cártama, en plena vega guadalhorceña,  a menos de 100 metros (sobre un promontorio atalaya)  del cauce del río, umbroso soto por medio. No había en el enorme cortijo (100 fanegas de regadío y otras 100 de secanos, incluido el entrañable olivar del Cerrillo del Molino),  más niños que yo. Mi nacencia fue un tanto accidentada: Volvía mi madre de la casa de sus padres (mi abuelo Canito y mi abuela María) en el “Cortijo el Convento”, término del Alhaurinejo, montada en su mansa burra y en avanzado estado de gestación  de su primer hijo, quien esto escribe. A punto  de salir del olivar del Cerrillo del Molino que iba atravesando, se sintió indispuesta. Había “hecho aguas” y sentía los primeros retortijones. Se encontraba ya a unos 150 metros de la  Alhóndiga.  A sus voces, y las de una hermana que le acompañaba,  acudieron  cuatro carboneros que con la leña de la reciente tala de los olivos, echaban hornos de carbón. Uno, saltó a la culata de la burra y cogió a mi madre por detrás, otros dos iban a su lado asiéndola con sus  brazos y, un tercero, tiraba del cabestro de la bestia, todo ello a priesa por imperativo obvio. Mi tía, corrió a decirle al chiquichanga del cortijo que, en la yegua,  fuera  a galope tendido  al pueblo a por el médico. Dos horas después, mi madre tenía su primer hijo en los brazos.

            Mi vida cotidiana discurría  entre boyeros, gañanes, muleros, braceros y peones de cuya jerga campesina aprendí mis primeras palabras y sus significados...y, en contacto con cuantos animales y ganado que por piaras tenía la finca labrantía, lo cual  me adelantaron la experiencia vital e incardinaron mi incipiente cultura y argot en temas campesinos casi exclusivamente.

             En casa anexa a la del “señorito” y por otro lado contigua  a pajares y tinado, con entrada y salida por el patio de establos  y cuadras,  vivíamos la familia. En la puerta de entrada (no había otra), existía un porche en alto con  relación al patio de labranza, rodeada de un sólido poyete al que en verano daba sombra una enorme parra de uvas gazpacheras.

            En el cortijo, digo, no había más niños que yo y una hermana chiquitirrina, Ana. Mis únicos  amigos eran los peones  antes dichos que atendían las distintas labores y faenas de la finca. Me querían, y yo a ellos. Cada mañana me traían del pueblo golosinas o algún juguetillo. Y también eran mis amigos los animales y los pájaros que pipiaban en el soto; los mismos (cogujadas, alondras, pipitas, tontitos, gorriones, trigueros, etc) que  en las besanas poblaban los surcos buscando los insectos o semillas enterradas que el arado iba volteando y poniendo  a flor de tierra.  Constituía para mi un bello espectáculo ver a los reineros blancos recorrer la besana una y otra vez  subidos en el lomo de las vacas o bueyes de las yuntas espulgando sus moscardas o garrapatas.

         Mi madre siempre estaba regañando a los que me traían chucherías: “le embotais el estómago y luego tengo que pulgarlo...”  ¡Cómo llegué odiar el aceite de ricino y el agua de carabaña...! Mi padre era  un simple asalariado con un sueldo de 2.50 pesetas.

            Mi abuelo materno, “Canito”, le dio a mi madre como dote  al contraer matrimonio  una hermosa novilla llamada, “Confitera”. Yo esperaba que pariera el becerrito que “será tuyo para que juegues con él” me decían. Casualmente, vi  nacer a la cría. Nadie se encargó de evitar que yo desde el porche  presenciara el parto de  “Confitera”; fue asistida por mi padre y el boyero, “Paco el Tito”, y me llamó  la atención que tiraran de las   manecillas y la cabeza de la cría cuando empezaron a asomar,  con un suave saco de lona para aligerar el trámite. Cuando salió, la madre de pie, la cría cayó al suelo, y yo grité sobrecogido: “¡malos, me habéis matado mi becerrito...!”; era yo demasiado niño aún para comprender esos misterios de la vida. Pero mi júbilo estalló como una bengala cuando tras limpiarla la madre con su boca, la cría se levantó torpemente y, a trancas y barrancas, buscó las ubres maternas  y empezó a mamar de ellas a los pocos minutos de haber nacido ¿qué voz misteriosa le indicó en donde estaban los pezones  de los que debía mamar?

            La cría era una preciosa becerra de pelo endrino y brillante como la piel de las nutrias del río, a la que le pusieron “Castaña”. Era grácil y juguetona. Desde el primer día fuimos amigos inseparables. En aquellas circunstancias en las que hasta un niño percibía tensiones de guerra, Castaña fue el mejor regalo que pudieron hacerme. Yo compartía mis golosinas con ella;  resultó golosa a más no poder. Cuando iba al soto o a la era, o en busca del cabrero que guardaba el rebaño en el manchón y  siempre me ordeñaba de la cabra parida un jarrillo de leche, yo hacía un muñón con un trapo que llevaba  e iba mojando en la lecha y dándoselo a Castaña que, de tal guisa, compartía la tibia leche conmigo. Al regreso hacia el cortijo, todos se sorprendían de  que  se prestara a llevarme a horcajadas sobre su lomo, sin que la ya novillota, hiciera un extraño ni un movimiento  brusco para derribar la carga; todo lo contrario, yo armado de plácida paciencia le dejaba que de  vez en cuando se pusiera a ramonear las yerbas que encontraba cerca del camino. No teníamos prisa y yo, mientras ella mordisqueaba las hierbas,  iba saturando mis retinas de paisajes. Me llamaba la atención aquella casita en medio del monte, que luego supe era la Ermita de la Virgen de Los Remedios.

            Y, vino la guerra civil. La familia nos fuimos a vivir al pueblo. Pasaron muchas cosas trágicas que no son de este relato, y ya no volví a ver a Castaña, hasta que, pasado un año, mi padre, rehecho en parte del sufrimiento durante   siete  meses que pasó huido y escondido entre las breñas de la sierra,  desde que se escapó del coche en el que le daban “el paseo”, él volvió a reiniciar sus tareas, ahora en un lote de tierras que cogió en renta de las del Cortijo de la Alhóndiga. En la nueva pesebrera, entre el resto de vacuno, estaba nuevamente Castaña, que durante la ausencia de mi padre cuidaron mis tíos en sus tierras, y ellos, la domaron para el ubio.

            El día que bajé a la nueva pesebrera por primera vez, pasado un  año, quienes presenciaron la escena  no daban crédito a lo que veían. Al reconocerme, “Castaña”  temblaba de forma extraña. Emitía tenues gemidos. Tiraba del cornil y hubo de soltársela  para evitar que lo partiera. Me daba, igual que antes, suaves hocicadillos, como invitándome a correr, como queriendo volver a jugar conmigo; y así fue. Me volví a subir a su sedoso lomo y, entonces, serenada ya, la dejé hacer; tras algunas vueltas alrededor del sombrajo llevándome sobre su lomo, volvió a su pesebre.

            Pero habían pasado muchas cosas; yo ya no era el niño solitaria de un cortijo aislado en la ribera. Tenía obligaciones  escolares  que me había tomado muy a pecho; otros niños eran mis amigos y compañeros de juegos, y aunque mis sentimientos hacia “Castaña”  nunca se modificaron, si cambió lógicamente la frecuencia y las características de nuestros contactos. Ya era una vaca de labor.

            Cuando aquel volví a casa, estaba en ella para cenar con nosotros, PEPE GONZÁLEZ MARÍN,  al que mi padre le contó la escena de aquella tarde entre “Castaña” y yo. Fue entonces cuando empecé a conocer y a querer al poeta cartameño. No esperaba que un hombre, por el simple relato de mi padre sobre algo que, si no corriente, tampoco era inaudito, él lo singularizase y se emocionara. Al llegar yo a la mesa cortó el discurso a mi padre e hizo que yo mismo   le contara  la historia con los registros naturales de mi propia y emotiva vivencia. Me dio un  emocionado abrazo y,
una y otra vez, él contó el hecho por doquier cada vez que tuvo ocasión. Era un poeta.

           Ese día de 1.938 (tenía yo 7 años)  nació una íntima y entrañable amistad entre el niño y el genio de la poesía y el teatro que duró  hasta su muerte en mayo de 1.956. 

            Un veraniego día de años después, los operarios de la labor paterna y yo, teníamos un nudo en la garganta  viendo a Castaña con una soga a la cuerda  tirada por el comprador a quien mi padre la había vendido. Ella hacía retranca  y volvía la vista hacia todos nosotros y el sombrajo por cuyas piqueras salía el vaho  de sus compañeras y hasta de dos hijas que quedaban en el “hogar” en donde a ella le gustaría seguir hasta morir.

            Me separé a llorar solo; en ello estaba, oculto tras las sierpes de un granado próximo, cuando vi que cercano ya, desde el pueblo  venía  PEPE GONZÁLEZ MARÍN,  al que hice señas señalándole la marcha de “Castaña”. Él comprendió de inmediato, e hizo aparatosas señas al   tratante de ganados para que le esperara.

            Mi padre, sorprendido por la irrupción del amigo, dijo al comprador: “Siga usted con la vaca, el trato está hecho y yo tengo palabra...”  Ante mis protestas salidas de tono,  se había visto obligado a darme un pellizco en el cuello. En realidad es que mi padre, comiéndose los sentimientos, por la problemática economía agrícola se vio impelido a vender  “Castaña”;  era la más vieja de la pesebrera e iba dando de corto en el trabajo.

            El comprador no sabía que hacer. Había reconocido a GONZÁLEZ MARÍN que  no tardó en llegar al sitio del conflicto. Sin ningún preámbulo, le dijo  al comprador del animal: “¿Cuánto le ha costado la vaca...?”  “Don José, contestó el tratante,  he pagado por ella dos mil pesetas...” PEPE GONZÁLEZ, echando mano a su cartera le dijo: “ Pues le voy a dar a ganar más que si la lleva  al matadero para carne..., tenga, mil pesetas y esta noche venga a mi casa por otras mil y la ganancia que estime justa”  “Y tu Frasquito (le dijo a mi padre” ¿se queda “Castaña” aquí o busco a otro labrador amigo para que la tenga hasta su muerte

            Saltaron conmigo otros operarios jóvenes sobre el lomo de “Castaña” y,  con nosotros a cuestas, volvió   a su pesebre... Murió en su “casa” y está enterrada  en el venaje lindero a la realenga que lleva al vado de Las Tres Leguas, que tantas veces  recorrió “Castaña” tirando, uncida a ella, de  la carreta de la labor.