martes, 4 de noviembre de 2014

EL CABRERO Y LA MOLINERA (A los amantes de nuestro río y su puente)

                               
            
   La ribera del río Guadalhorce, sus pozancones, su emblemático puente, meandros, sotos, riadas y su vega, ha sido a lo largo de los siglos lugar de hechos significativos y fuente de inspiración cuentos más o menos verosímiles que calaron y nos fueron transmitido por la tradición oral, como el presente del "Cabrero y la molinera".
         
 En “Los Cerrillos del Molino”,  existía una casa con molino adosado (de ahí el topónimo), con tiro de bestia  para la molienda de cebos  y harinas, en cuyas afueras, allá sobre  primeros del siglo XX,  solían salir lo que entonces llamaban, “espantos”; obviamente, no eran tales, sino que “algún gachó” que retozaba con  la hija de la molinera,  disfrazado con sábana blanca y farolillo de tinado haciendo cabriolas con aquellas y rotando el farol en medio de la oscuridad de la noche, trataba  de “espantar” hacia otros  caminos la  molesta presencia de transeúntes.
 Lo malo de aquel “fantasma”,   era que cuando sonaba el zurriagazo de su honda, el rebolo ya había salido de ella con puntería de cabrero de secano hacia la anatomía del que osaba molestar con su inoportuna proximidad, el tapujo furtivo que se tría con la amante cernedora, que, según se comentaba, estaba de muy buen ver, y por lo visto de catar. La honda y endiablada puntería del pollo empicado en el peluseo, con la almazarera, suscitaba más canguelo aún  que la fantasmagórica sábana y las luminosas espirales del farolillo de marras. Pasar de noche hacia la vega de la Alhóndiga o de la de  Riarán cabe el Guadalhorce por el camino de  “Los Cerrillos del Molino”, era algo así   como atravesar el océano por el Triángulo de las Bermudas; quiere ello decir que, lo más prudente, era  trincar por  otras trochas. 
Todo acabó, según contaban los antiguos del lugar,  cuando uno de los rebolos  del susodicho galán impactó en el tricornio de uno de los números de la guardia civil caminera, el cual, ni corto ni perezoso y con el genio  de punta, y aún sin tener ya blanco, al tun tun, vació sobre la oscuridad  del tupido olivar las cinco balas del cargador de su mosquetón, moviendo el cerrojo del arma a más velocidad que “se persigna un cura loco”; los  estentóreos fogonazos y el silbido de las balas en el negro silencio de la noche, era como para disuadir a cualquiera de amorosas  aventuras por muy tórrida que fuera la demanda de bragueta y bragas.
El molino se llamaba también de “Vallejo”, que así se apellidaba su dueño, quien, al morir, dejó el cerraleón y empiedro en herencia a su viuda   e hija, quienes continuaron las faenas de maquila; gozaba la moza de fresca y oronda anatomía, que lógicamente despertaba los apetitos carnales del más  flemático de los mortales;  su primera y romántica  (como todas las primeras), aventura  de tal índole, no pudo terminar de forma más estruendosa ni radical. Maldecía a las circunstancias que  dieron lugar al corte de su excitante aventura amorosa.
Jamás se supo si el lance disuasivo, guardia civil de por medio,  indujo al mancebo de marras a resignarse  a seguir las normas de amores de la época y, ver cada día a su novia en casa bajo la mirada guardiana de honra de la molinera madre. Nadie lo supo.
Puñetero rebolo.


                                                                                    Francisco Baquero Luque