miércoles, 14 de agosto de 2013

LAS ROSAS DE PITIMINÍ DE MI MADRE (Relato breve)

                    
   Con unos dos años y medio, sobre mi madre la mano y, la tía Pepita que vivía con nosotros                         
                   

            Era un rosal plagado de alegres y  pequeñas rosas blancas de pitiminí, que orlaban las jambas y el dintel de la ventana  del dormitorio del Cortijo de la Alhóndiga por la parte exterior. Mi joven madre,  trémulo y precioso trasunto  de aquellas  delicadas rosas, llegó al cortijo tras su boda con mi padre en 1.928 y, plantó  el trepador arbusto. Le gustaban, y cultivaba, todas las plantas propias del hogar.

            Un aciago día en marzo de 1.936, mis padres y sus dos hijos (niño y niña de cinco y tres años respectivamente)  se fueron a vivir al pueblo en la entonces llamada calle “En medio”      y, en una  vivienda contigua al solar en donde después se construiría el Teatro, José González Marín.

            Y, vino la incivil guerra; y pasaron en Cártama y en mi familia muchas cosas que vieron mis ojos atónitos y laceraron mi corazón que, no obstante, Dios me conservó y conserva  limpio de rencores.

            Tomada Cártama por los nacionales el 9 de febrero  de 1.937, mi padre regresa de la sierra en donde estuvo siete meses  refugiado tras escaparse del coche en el que le daban  el “paseo” de la muerte. Recoge a mi madre y sus tres hijos (uno nuevo le había nacido estando en la sierra) de casa de mis abuelos en el Cortijo “El Convento” cercano a Alhaurinejo y de nuevo se instala  en Cártama pueblo. Le habían matado a su padre y a un cuñado
            Mi madre, acompañada de una amiga de cuando estaba en el cortijo de la Alhóndiga, decide ir a éste dando un paseo para ver que era de su antiguo hogar. Me llevó con ella.

            No más llegar, lo primero que hicimos  mi madre y yo fue ir a ver su rosal. Estaba mustio, sus hojas color sepia anunciando su  fin vegetal, pero aún, inexplicablemente, conservaba verde un largo tallo del que pendía una  grácil y diminuta rosa blanca. Mi madre, con su cara chorreada de lágrimas incontenibles, se apresuró a  cortarla y la mimaba como un relicario  de recuerdos.

            Retornamos  al pueblo por el camino del Cerro del Molino  y, ya en casa, ella puso la blanca joya vegetal  en estrecho ramilletero de cristal con agua que dio nueva vida a la flor.


            Cuando sus hojas amarillearon y empezaron a caer sobre la mesa de alas, mi madre besándolas, las fue colocando entre las hojas de su devocionario en donde perduraron largos años.