martes, 13 de noviembre de 2012

TIERRA Y MADRE (Relato Breve)


                                                  

            Se preguntarán ustedes, amigos lectores (y quizás con motivos)  por qué esta recurrente tendencia  mía a escribir del campo y sus cosas. En realidad de verdad, yo no redacto: Soy mero amanuense de mis recuerdos,  amores remansados en el fondo de  las entretelas pujando  por volver   al escenario vital de la historia, que es vida. 

            Por otro lado, ello me ha sido  pedido con insistencia, sabiéndome  testigo directo,   por no pocas personas deseosas de conocer panoramas antropológicos, históricos e intrahistóricos de nuestros cercanos antepasados, nuestras raíces al fin y al cabo.  Y quiero complacerles porque, también, ello forma parte de  mi inquietud intelectual y emocional,  y, por supuesto,  en la medida  de mis humildes talentos y contando con que el buen Dios, tira tirando, me conceda tiempo al efecto. Incluso, para más permanencia en generaciones que carecen ya de  referencias de tan interesante periodo histórico, escribo  un nuevo libro, en fase  muy avanzada, sobre aquella  campesina y exuberante  cultura de nuestros mayores quienes, con abnegados esfuerzos y privaciones  nos legaron este hoy de bienestar que, dicho sea de paso, tan irresponsablemente  estamos destruyendo.   

            Sí,  cuando se ha nacido en lares  inundados de sedentes referencias y ancestrales ecos, como lo era aquel cortijo (La Alhóndiga) en do me nació mi  hermosa y mirífica madre   --algún día, uno de estos microrelatos estará entero dedicado a ella ¿porqué no voy a escribir yo de mi madre?--, oyes  en su interior fluir un mundo del que sientes tentación, casi irrefrenable, de escribir.  Era La Alhóndiga  lo que su nombre agareno indica: Lugar en el que los campesinos depositaban los granos para su comercialización, cual es hoy, para los frutos perecederos, los mercados de mayoristas con sus cuarteladas. Sospecho que incluso su creación arquitectónica se remonta a épocas  anteriores a la mora, porque, por ejemplo, las jambas de su gran portón de entrada de ganados y carretas al amplio patio de gallanía, son enormes bloques de mármol de posible remanencia romana. De ahí el título de mi nuevo libro antes mentado, “Ecos de la Alhóndiga

            Y, este libro, va de eso, de la Tierra, que es como hablar de la otra Madre, ambas sustentadoras de  vida,  que es amor. Tierra eterna, tierra de sementeras y amelgas, de olivos, aceituneros y almazaras; tierra labrantía regada con sudores de hombres y abnegaciones de  mujeres (madres bravas), en ambos casos  surcos tibios en do germina el semen que en sus matrices deposita el sembrador.  ¿Sí, qué hay más parecido al útero materno que el surco abierto en la tierra por el arado al ritmo lento de las yuntas? ¿Qué más parecido al acto conyugal  que cuando el estaquillador iba otrora introduciendo con una mano  el regatón de su estaquilla, a guisa de falo,  en el surco abierto y, al sacarlo, dejaba simultáneamente con la otra mano los granos de maíz del que saldría con el estío ubérrima cosecha?

            Malhaya,  Madre tierra, los que han dejado que de sus ojos y de sus  sentires se pierda tu recuerdo,  los que dejan de preñarte con semillas de amores; malhaya sean  porque están labrando, y está a la vista, la ruina de la patria. Esa apatía orgullosa ha secado el tempero de  nuestro bienestar y paz social.

            Y a ti, madre que me pariste, te recuerdo cantando canciones de antañonas  mientras cogías del rosal de pitiminí, que tu misma plantaste, coquetas rositas que  enganchilladas en tu endrino pelo, te hacían aún mas bella. Te recuerdo, asilado en sus brazos,    como una canora  alondra, cantando coplas  que me embelesaban. Pero el sufrimiento de aquella maldita guerra, secó tus arpegios para siempre. Nunca más te oí cantar. Hablaré en otro de estos mini relatos, de esa maldita guerra que sufrimos juntos.