sábado, 13 de octubre de 2012

OFRENDA LITERARIA


NOTA PREVIA: Estos minirelatos literarios forman parte del contenido  de un pequeño libro que, con el mismo título, preparo, al tiempo que el ya muy avanzado, “ECOS DE LA ALHÓNDIGA”, también relatos y cuentos que tratan de recoger  (D.M) aquella profunda cultura campesina, ya desaparecida (como casi la propia agricultura), de hombres enraizados en la tierra,  amigos del sol, de las sembraduras en sementeras  otoñales, de las barcinas y  trillas acompasados con cantes de  temporeras, de los arcos iris  al escampar las bruscas que   temperan los campos .  

Algunos de ellos ya han sido publicados en el periódico digital, “El Aguijón”, pero no  se volverán a insertar por cosas de la política, ¡ah los políticos!  Por 47.000.000 de habitantes anda España y dicen que hay 450.000 políticos, o sea, uno por cada 100 habitantes de media; basta que a su cabeza se ponga cualquier Atila para  que esta caterva, en su mayoría indigentes intelectuales disidentes de la ética (y de la estética),  arrasen España, que es lo que están haciendo.

                                                               ***


                                                  MINIRELATOS

                               A mi amigo bueno,  José Juan Bedoya.

                                                   I

                                     El chopo de la ribera

         Conservo aún en mi vieja  memoria   aquellos ocasos estivales vividos a la vera del Guadalhorce. Dulces recuerdos de mieles juveniles. En la estación de la armonía, cotidianamente en los rojos ocasos  el ruiseñor,  velado por el cendal de trémulas hojas verdiblancas del chopo de la ribera, prodigaba sus mágicas cadencias líricas. En otra estación, la oropéndola de cuerpo amarillo y oscuras alas, suplía al ruiseñor en la grata estancia del alto chopo   dispersando a la brisa su llamativo y espaciado canto, nana de mi niñez en los lares del cortijo labrantío: tiri-aliuuu.

          Igual que yo, el chopo de la ribera sentiría íntimo amor por los pájaros cantores, cuyas algarabías de pipiares a la hora de la “queá” en los árboles del soto, era en los melancólicos atardeceres campesinos la alegría de los niños, a los  que, sin ellos saberlo, la tierra de su nacencia y crianza, les había nutrido de un  alma de poetas.

                                                        II

                                              Los galápagos

         En los quijeros de la vasta acequia  del Barullo que riega  la dilatada vega, fuera de sus duras caparazones las gráciles cabecillas con ojos tristes, tomaban el sol, matutino y vespertino, hileras de galápagos. Espantados  a mi paso acequia arriba  hacia el atraque de la mimbre, como las fichas de dominó que caen iban tirándose, resbalados, al acuoso cauce en cuyas aguas se  guarecían.

                                                      III

                                           Hormigas y cigarra

                                         A Pablo y Lucía, mis nietos.

         Arrastrando a duras penas entre  cuatro o más individuos un grano de trigo,  cebada,  una miaja de pan o un pellizco de comida que les cayera de su merienda a los campesinos (cualquiera de estas cosas era cinco veces más grande que sus mínimos y veloces cuerpecillos),  una febril colonia de hormiguillas roji-negras  entraban y salían a toda bulla del  hormiguero, que tenían bajo  el terrizo y compacto suelo del sombrajo de gañanía.

         Iban del boquete de salida a la era próxima, distante diez pasos, en donde se trillaban las mieses, y, volvían arrastrando a trancas y barrancas su cereal botín. Esforzada tarea de acarreo por un caminillo de pasos sobre el que el inclemente sol estival sacaba chirivitas. Siempre me pregunté ¿qué ocurre después dentro del hormiguero durante todos los días del año? Ni  Henri Fabre en su libro, “La vida de los insectos”, ni Maurice Metternich en el suyo, “La vida de las hormigas”, que leí con fruición muy joven, alcanzaron a aclararme este insondable misterio de la creación. En realidad de verdad, la creación toda es eso, misterio que dan fe de otro gran Misterio.

         Al tiempo que las mínimas hormiguillas hacían su  labor, la cigarra aserraba con su monótona salmodia   la madera de la rama de un almendro cercano. ¿Qué vegetales secretos de aquel astroso y centenario almendro de maderas astilladas nos quería transmitir la cigarra?  Lo cierto es que su canto también forma parte de la armónica partitura que constituye la creación universal.

                                                     IV

                               La “escama” de la culebra
                                                      
                             A la memoria de aquel porquerillo...

         Entre los traspillados matojos del lindazo que separa dos hazas, estaba el pellejo blanquecino y viscoso que la culebra gruesa y larga de los manchones, había mudado. Aprensión, recelo...: ella no andaría lejos y, no hacía mucho tiempo ahogó a una marrana primala cuando careaba en el rastrojo cercano.

                                                   V

                                    El pajarito del agua

         Primeros chubascos otoñales. El ínfimo pajarito que llamaban los niños,  “Pajarito del agua”, desparramaba su dicharachero y agorero  gorjeo  saltando de rama en rama en la copa del  álamo gigante  en cuyo tronco, los enamorados que bajaban por la realenga habían dibujado con sus albaceteñas navajas “payá”corazones hendidos por la flecha de Cupido.  Los días tristes en que la brisa  venía henchida de humedad, bajo la copa del generoso álamo los niños interpelaban al pajarillo cantándole: “Pajarito del agua ¿lloverá?...” El leve ramillete con plumas y alas  de plata les contestaba con su trino: “Si señor, sí señor, si señoooooor...” De levante llegaba un relajante frescor de viento ¡Qué serenas se nos antojan las tardes autumnales del recuerdo...!

                                               VI

                                   Mi pueblo; santo y seña
                                                   
                                 Al cartameño más bueno
                                                       Pepe González Marín
                                                      que me enseñó amar a Cártama,
                                                       con mi amistad en la memoria.

         Abril. Trepidante alboroto  de los esquilones de la ermita mariana y, al unísono, un tropel sonoro   de  campanas parroquiales que no querían ir a la zaga de las pequeñinas del monte. El celeste añil del cielo era   moteado en  negro por raudos aviones, vencejos y golondrinas. Allá en el azul cobalto, explota un cohete, y otro, y otro..., que no alcanzan a silenciar los arrobados  compases  de las bandas de música.  El aire trae  efluvios de cera que alumbra. Por las encendidas calles  del pueblo, la grácil y amada imagen de la Virgen de Los Remedios es posesionada   por millares y millares de devotos que enlazan generaciones con generaciones de siglo en siglo. Es un 23 de abril en Cártama, mi pueblo.